Para el hombre y la mujer medievales, es muy probable que hablar del Reino Latino de Oriente fuera como hacerlo de algo exótico, de un nuevo mundo en el que expiar pecados y quién sabe si mejorar sus deplorables condiciones de vida. Jerusalén, Belén, Caná… bien pudieron antojarse lugares luminosos en la mentalidad de una Europa falta de nuevos horizontes. Con la liberación de Jerusalén, en 1099, se abrieron esas perspectivas, religiosas, sociales y políticas, que todos en el occidente cristiano, desde monarcas y nobles hasta el pueblo más llano, quisieron en cierto modo conocer, generándose un ir y venir de gentes, culturas y comercio que harían entrar en ebullición el Mediterráneo.
Maestros arquitectos y sus cuadrillas no se quedarían ajenos a la posibilidad de explotar un territorio nuevo donde poder edificar bajo petición y mandato de potentados religiosos y seglares. Con ellos llegaron a Tierra Santa sus conocimientos, modelos y bocetos de la arquitectura que salpicaba las ciudades europeas del siglo XII, principalmente francesas.
La cronología del, digamos, románico de Tierra Santa (generalización de los territorios de la actual Siria, Palestina, Israel y nordeste de Egipto) es avanzada. Hay que diferenciar su arquitectura en dos grandes e importantes grupos, militar y religiosa, de los que el primero supera con creces en número al segundo. Que no extrañe este hecho, pues hay que tener en cuenta que hablamos de un territorio en continuo estado de guerra. Por este motivo, las importantes fortalezas que se levantaron hicieron sombra a los templos, centros pensados en el recogimiento de los fieles y peregrinos.
Los castillos cristianos, alguno levantado a partir de otros precedentes de origen musulmán y, a su vez, construidos sobre restos romanos, gozan del privilegio de ser edificados antes que los templos. Ello se debe a que las primeras fortalezas se erigieron en la costa y otras según se avanzaba tierra adentro en lo que se buscaba conquistar las plazas más importantes. A modo de ejemplos citaré los castillos de Saoane (comienzos del siglo XII), Trípoli (1102), Tartous (1102-1169), Crac de Moab (1120) o Giblet-Djebeil (primera mitad del siglo XII). Mención especial requiere el conjunto del Crac de los Caballeros, posiblemente la fortaleza más importante de Tierra Santa. Levantado durante el tercer cuarto del siglo XII y ampliado a lo largo de las décadas siguientes, entre sus elementos estructurales y defensivos destacan el acceso en zigzag, las numerosas torres (alguna con arcos ciegos), su foso interno y talud exterior perimetral, la galería interior de más de 250 metros de longitud, y la iglesia, cuyo ábside es un torreón. El templo, no muy profundo y con una nave dividida en tres tramos, es una clara muestra de las iglesias de la Provenza francesa de similar tipología.
En cuanto a la cronología de los templos, no todos edificados ex novo, abarca un abanico que aproximadamente va desde mediados del siglo XII (la Anunciación de Nazaret, la Natividad de Belén, Abou-Gosh, las iglesias jerosolomitanas…) y el siglo XIII (Nuestra Señora de Tartous, comenzada en el XII). Muchos han sido alterados con el paso de los siglos y otros fueron desprovistos en el siglo pasado de su decoración más notable, caso del Santo Sepulcro (1149). Al margen de lo que significa como lugar de culto religioso, en la decimosegunda centuria no distaba mucho en apariencia a una iglesia europea de las denominadas “de peregrinación”, provista de una girola con capillas radiales y un acceso con doble puerta que repite el esquema y ordenación de otras portadas del mismo rango: la Porte des comptes de Saint Sernin de Toulouse (1080-1090) o Platerías en Santiago de Compostela (1103-1111). La del Santo Sepulcro es la más tardía, lo que se puede apreciar en el apuntamiento de las roscas y en la decoración de los dinteles que tuvo hasta la década de los 60 del siglo pasado, actualmente conservados en el Museo Rockefller de Jerusalén. Estas piezas están compuestas por la narratio de varios pasajes del ciclo de la Pasión (la resurrección de Lázaro, la entrada en Jerusalén y la Última Cena) en el dintel que estuvo en la puerta derecha, con otra repleta de animales y figuras humanas desnudas entre roleos y tallos en el que cubrió el vano izquierdo, todo como parte de un doble mensaje: el triunfo de Jesús, así como el aplastamiento de los cristianos sobre los musulmanes. Dinteles éstos de una magnífica calidad escultórica que ha sido puesta en relación con talleres del Midi francés, principalmente los roleos que atrapan a los personajes, cuyo tallista conoció de primera mano todo cuanto se había cocido en la Daurade de Toulouse.
También es notable la huella borgoñona en cimacios e impostas (Santo Sepulcro) con las típicas flores caladas en espiral, o en capiteles (Capilla de la Ascensión, en Jerusalén) tradicionales con hojas carnosas y abultadas trabajadas al trépano. Aunque los más importantes sin duda son los capiteles de la Anunciación de Nazaret, cuya calidad es incuestionable así como su relación con Plaimpied (departamento francés de Cher).
Como cierre a este pequeño texto, no pueden dejarse a un lado las artes menores. Estas fueron las menos occidentales y supieron adaptarse al lugar en el que fueron realizadas, luciendo una mezcla franco-bizantina. Bellos ejemplos son las pinturas murales que tuvo la iglesia del Crac de los Caballeros, o las encontradas cerca de Abou-Gosh. También los mosaicos de la Natividad de Belén, efectuados hacia 1155.
En resumen, el románico en Tierra Santa es una arquitectura que supuso la renovación parcial o total de edificios anteriores, una arquitectura que buscó santificar lugares ya santos con influencias foráneas que intentaron occidentalizar, cristianizar, un territorio destinado a no perdurar. Un estilo relativamente tardío que comenzó con la toma cristiana de Jerusalén (1099) y que capituló con la Tercera Cruzada así como capitularon los cristianos bajo la presión de Salah al-Din (1191), adentrándose de forma tímida y residual en el siglo XIII.
Foto de Portada: Arteguías.