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50. A MODO DE CONCLUSIÓN © FRANCISCO JAVIER OCAÑA EIROA |
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El Arte Románico nos ha permitido realizar un recorrido intelectual y cultural a través de una amplia cronología de la Edad Media analizando la arquitectura, la escultura y la pintura de las iglesias de la época.
Esos tres elementos dan la medida de todo el entramado social y artístico de los hombres que las soñaron, las promovieron, las pagaron, las hicieron y las habitaron. Porque no sólo se trataba de estructuras y de decoración, si no de una forma de entender el universo, la religión y la relación entre los hombres, siempre dirigida y promocionada por las enseñanzas evangélicas que de sus formas de construir y decorar se derivaban.
El centro de la vida de las gentes del medioevo estaba determinado por las dos clásicas estructuras de poder: la regia y la divina. Cada una de esas esferas cuidaba de no perder dominio ni autoridad. Estaba sometido el poder regio al divino, por facultad de éste de encargarse a modo vicarial del reino de Dios en la tierra y para poder ser favorecido con la titulación de “por gracia de Dios”, como sucedió hasta hace muy poco en las monedas de curso legal. Era por ello deudor de la gracia divina representada más directamente en la tierra por el poder eclesiástico, que se podía ejercer desde los tronos papales, episcopales, abaciales, o simplemente desde el presbiterio de la iglesia de la villa.
No quedaba mucho espacio para el humilde servidor que tenía que atender a las voraces necesidades del rey o noble y a las exigencias morales derivadas de las enseñanzas de los presbíteros. Todo se ve reflejado en las huellas de ese pasado que ofrecen la arquitectura, la escultura y la pintura. Porque la historia del hombre es la historia de sus artefactos, que nunca mejor expresada la palabra para hacer alusión a sus realidades fácticas, para explorar a través de ellos su vida personal.
La historia de las gentes es la historia de sus necesidades, de las victorias sobre sus dificultades sociales y económicas, pero también de sus símbolos, de aquello que sin formar parte de lo táctil configura una enorme porción de sus vidas. Lo que queda en la soledad del hombre después de su pobreza o su riqueza, de la salud o la enfermedad, del llanto o de alegría.
El hombre medieval se regía, al igual que el moderno, por los símbolos, porque sólo así podía elevarse de la baja condición humana sujeta a las miserias de las realidades cotidianas. Si la religión llegó a ser el punto central de la vida medieval fue porque era el distintivo de la pretendida variación de su condición, que no se la ofrecía el poder terrenal y sí el celestial.
El intento de promesa de mejora que significaba ese mundo futuro, fuera de la órbita de los poderosos, fue lo que le alentó a perseverar en las ideas simbólicas que le proporcionaban las tareas artísticas de la religión, encauzadas en la arquitectura, escultura y pintura de las iglesias románicas. Si había otro mundo, había que buscarlo a través de las revelaciones alegóricas de los signos evangélicos que los artistas ponían a su disposición.
Para ello era fundamental que se percibiese el mensaje con total unidad de criterio, a lo que estaban dispuestos los que manejaban los hilos de la sociedad de entonces, ofreciendo programas de relación social dirigidos desde las alturas eclesiásticas siempre en el mismo sentido y a través de todas las geografías conocidas. Ese criterio unificador tenía como origen el fundamento de la realidad religiosa que emanaba de la autoridad del sucesor de Cristo, que era el Papa o de los servidores que por delegación lo ejercían. La misma directriz de dirigismo unitario se formulaba para los eclesiásticos cuando se decidían cambios fundamentales para el estamento religioso, como fue la supresión de las liturgias nacionales en favor de la emergente romana.
Caminaba, pues, el hombre medieval por un camino pensado por otros, pero que le obligaron a construirlo con sus propias manos y pagarlo con sus dineros. Ese camino estaba sembrado de iglesias, de esculturas y de pinturas que reflejaban los afanes y desvelos de la mayor clase social del momento: los laboratores.
Nada que no se pueda contemplar hoy en día, donde los estados, las entidades financieras y los poderes fácticos obligan a caminar por senderos parecidos. Cuando haya que estudiar la historia del hombre moderno habrá que hacerlo en el rastreo de sus artefactos, de sus coches, pisos, cines, teléfonos, de sus realidades que asombraron al mundo con tanto invento. Después habrá que analizar su influencia sobre la sociedad y a quiénes beneficiaba tanto artefacto.
![]() La catedral de Santiago, según dibujo de Arturo Franco Taboada. |
Esos son los símbolos de nuestro tiempo. Por eso quiere este cronista finalizar su relato del mundo románico medieval con una realidad artística que se construyó para la eternidad por todas esas clases sociales que el obispo Adalberón de Laon había avanzado: bellatores, oratores, pero sobre todo de laboratores. Me refiero a la mayor joya del mundo románico, a la catedral de Santiago que ofrecemos en la fotografía.
Lleva casi mil años contemplando las virtudes y defectos de las sociedades que le sucedieron, de las ansias y las oraciones de sus peregrinos, de las intrigas políticas o eclesiásticas de los poderosos que dominaron su construcción y de las peleas para ejercer el poder temporal y eclesiástico. Las del obispo Diego Peláez, de Alfonso VI, del arzobispo Gelmírez, de doña Urraca, de nobles, infantes y clérigos que hasta el día de hoy se sirvieron de ella para ejercer su poder en la tierra.
De todo ello informa la historia de su existencia, de su arquitectura, de su escultura, de su pintura, de los hombres que bajo ella se afanaron para construir sus bóvedas y representar con símbolos un mundo que no podían concretar con las realidades del momento.
Con la belleza y la perdurabilidad de su estructura y la placidez de su visión nos retiramos de la historia medieval para continuar el paseo por nuestra mundana vida moderna, habiendo comprendido la perenne fragilidad del ser humano. Como decía Bertrand Russel: la vida del hombre ha variado muy poco desde el año cero.