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47. EBORARIA © FRANCISCO JAVIER OCAÑA EIROA |
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El Arte Románico tuvo en la eboraria, escultura de objetos de marfil, uno de sus mejores resultados como arte suntuaria. Sobresalió en la confección de pequeñas figuras, como adecuación al material con el que se realizaba, colmillos de animales, que no permitían grandes elaboraciones. A pesar de esta dificultad se lograron piezas de gran riqueza, pues la habilidad de los artesanos y el colorido del marfil proporcionaron texturas y formas de gran hermosura.
La talla en marfil, por la propia composición de su materia, se realiza de forma diferente a la escultura tradicional. El poco volumen, la gran dureza, y la delicadeza necesaria en esos diminutos trazos hace que su elaboración se realice con limas, buriles, sierras; del mismo modo que se operaba en la marquetería más delicada.
La técnica resultaba de una gran finura por la minuciosidad de los trazos en superficies que, aunque amplias, constreñían su campo de actuación en los imperceptibles detalles faciales, anatómicos, o en los pliegues de los vestidos. Por otro lado la carestía de la materia prima, que no se encontraba generalmente en una zona geográfica cercana, provocaba una carestía importante del producto, que debía ser transportado desde tierras lejanas.
Todo ello hacía que esta arte suntuaria alcanzase precios y valores de estimación muy altos, pues en muchos casos se necesitaban varias piezas de marfil para elaborar un solo objeto, aunque lo general es que se desarrollase en volúmenes de pequeño tamaño. También existía escultura de bulto redondo que necesitaba mayor expansión física, complicando su ejecución con ensamblaje de trozos distintos, como ocurría en los Cristos de gran tamaño, lo que llevaba aparejada dificultad añadida en la homologación de tonos y texturas. Las placas no siempre se realizaban en pequeños tamaños, y corrían la misma suerte de dificultad que las grandes piezas, aunque su plástica difiriese mucho de las figuras anteriores.
La eboraria románica es deudora de la gran tradición cordobesa de la España musulmana de entonces. No es, pues, de extrañar que uno de los mejores talleres del siglo XI radicara en el territorio musulmán de Cuenca, que encarnaba la herencia de las técnicas del califato del siglo X, que logró obras de gran perfección, a la que estaban acostumbrados sus depositarios árabes, ofreciéndolas en muchos casos como apreciado regalo a los monarcas hibos, u objeto de botín en sus conquistas.
Es en ese taller conquense donde se realiza la Arqueta con los restos de Santo Domingo de Silos ejecutada por Muhammad ibn Zayyan en el año1026, que después fue reformada hacia los años 1140-1150 para arqueta en la que ubicar los restos del santo, añadiéndole en esmalte la efigie del titular del monasterio flanqueada por dos ángeles. Pertenece al mismo taller el Relicario de San Antolín en la catedral de Palencia, que es reutilizada del mismo modo que la arqueta anterior en torno a los años 1049-1150. Asimismo es una pieza de extraordinario valor la Arqueta de Leyre que acogió los restos de las santas Alodia y Nunilo.
![]() Cristo de Carrizo |
De los talleres hibos destaca el taller de León que florece en el torno del monasterio de San Isidoro. El primer patrocinio se debe a la influencia del rey Fernando I y su esposa doña Sancha, que tanto habían de influir en el reverdecer de los artes hibas. A ese taller se debe la realización de la Arqueta de las reliquias de San Juan y San Pelayo con chapas de oro y piedras preciosas, aparte de 25 placas de marfil. De las mismas manos salió el Arca de las Bienaventuranzas, que fue un posible relicario. De estructura prismática mantiene sus laterales decorados con placas de marfil que ilustran las bienaventuranzas. Como detalle de dificultad, pero como gran elemento plástico, las pupilas de los personajes son de azabache. El Crucifijo de Fernando y Sancha, realizado hacia el año 1063, es una obra de gran tamaño en el que parecen trabajar dos artistas diferentes, pero de igual alta cualificación. Uno de ellos se aplica a los relieves de la cruz, que en ambos lados informan de la historia de la salvación. El otro se dedicó a la figura de Cristo que, al modo bizantino, mantiene los ojos abiertos, cuatro clavos, ligera descripción de la anatomía, y el paño de pureza. Resulta una obra de incalculable valía, no sólo por el gran tamaño que alcanzó, sino por la perfección con que fue desarrollada. Otra obra insigne del taller leonés es el Cristo de Carrizo, procedente del monasterio leonés cercano a la villa. Su cronología puede cifrarse a finales del siglo XI con una iconografía clásica respecto de los Cristos románicos. Es pieza de menor tamaño que la anterior, pero de indudable aprecio, como se puede comprobar en el detalle que ofrecemos en la fotografía.
El tercer taller del que salieron piezas de enorme interés fue el de San Millán de la Cogolla, que realizó su producción en la segunda mitad del siglo XI. Entre ellas destaca el Arca de San Millán, elaborada entre los años de 1060 a 1080. Expoliada de joyas y metales, todavía quedan los marfiles, a pesar del robo de algunos de ellos. Su construcción es de forma prismática con cubierta a doble vertiente y más de 29 placas con episodios de la vida del santo, así como de la propia realización de la arqueta y el traslado de las reliquias, representantes de la realeza, monjes y artesanos que la construyeron. Otra obra importante del taller riojano es el Arca de San Felices, que también fue expoliada por los franceses en 1809. La mayoría de las placas siguen en su lugar, pero en una estructura de arca moderna. Las escenas a las que hace referencia el programa iconográfico se concretan en episodios bíblicos.