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46. ESMALTES © FRANCISCO JAVIER OCAÑA EIROA |
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El Arte Románico no inventó la confección y técnica de los esmaltes, porque ya entonces era una tradición antigua. Pero sí que los elevó a su máxima categoría y esplendor dentro de las artes suntuarias medievales, porque no se aplicó a piezas de homologación única, sino que la imaginación de los esmaltadores cubrió las diferentes necesidades eclesiásticas al proporcionarles objetos muy diferentes.
De ese modo podemos encontrar hermosos esmaltes en arquetas relicarios, cruces de altar, candelabros, incensarios, píxides, palomas eucarísticas, navetas, báculos, aguamaniles, evangeliarios, sacramentarios, frontales de altar, etc. Todo en el mismo espíritu de florida y colorista decoración que asombraba por su calidad, con un mercado floreciente en toda la Europa románica a precios que, aunque elevados, lo eran menos que los de la orfebrería, justificados estos últimos por la carestía y escasez de las materias primas.
El esmalte consiste en la aplicación de color a las piezas metálicas que le sirven de soporte y lecho. Su confección es a base de materiales pulverizados, como el plomo, sílice, o bórax, que mezclados con distintos óxidos metálicos van a proporcionarle el brillante color que lo caracteriza. El óxido de hierro daría el color rojo, el antimonio, plomo, y plata proporcionarían el amarillo, el cobalto agregaría intensos azules, el cromo incrementaría las distintas tonalidades de verde.
Para ello es
necesario someterlos a un proceso de cocido en horno a grandes
temperaturas, entre 750 y 800 grados, de modo que la pasta
formada por la mezcla pulverizada tome forma de vidrio
transparente en los diferentes atrayentes colores que fueron
proporcionados a la plancha. El metal que había de recibir y
soportar los esmaltes era una plancha de cobre sobredorado.
La instalación del esmalte se producía con dos técnicas
distintas, pero de semejante resolución. La primera de ellas es
la de alveolado o cloisonné. Consiste en habilitar celdillas
independientes soldadas entre si que serán las que se llenen con
los distintos preparados del esmalte, que no mezcla los colores
debido a la separación que proporcionan las celdillas. La segunda
es la de campeado o champlevé, que trata de hacer unos pequeños
huecos excavados para alojar el esmalte. Las zonas no esmaltadas
se sobredoraban fuertemente, y se enriquecían con cincelados y
calados.
![]() Lateral de arqueta. Museo de Silos |
El conjunto finalizado llegaba a proporcionar una pieza brillante y colorista de fuerte atracción por las gamas diferentes que en ella se vertían, pero a la vez por los propios diseños físicos que las acogían, pues se cuidó mucho la plástica del objeto donde se implantaban, ya que variaban mucho, desde la enorme dimensión y posibilidades de un frontal de altar, a las reducidas superficies de un candelabro o una naveta. Ello permitía plantear diferentes interpretaciones artísticas, siempre llenas del esplendoroso colorido de la aplicación del esmalte.
La confección de los esmaltes requería de
talleres especializados debido a la dificultad de su tratamiento,
tanto material como artístico, pues eran muchos los pasos a
desarrollar hasta la finalización de las distintas piezas. Los
más importantes se ubicaron en los valles del Rhin y del Mosa.
También en Francia existió uno de los más famosos, el de Limoges,
que surtió de bellas piezas al mercado centroeuropeo, así como al
de la península ibérica.
En España destacó el de Silos, que ya dentro o fuera del
monasterio, implantó carácter dentro de ese ámbito artístico,
aunque se le negó importancia de autoctonía hasta hace muy pocos
años, como sucedió con casi todo el Arte Románico, que se
entendió como privilegio nacionalista francés.
Las diferencias entre los distintos talleres se fundamentaba en
la aplicación del colorido, aparte de las propiamente artísticas
del tratado de las figuras escultóricas, que no recibieron un
tratamiento muy diferente al de la escultura monumental, pero
aplicada a la especifidad plana de las placas.
La pieza más excelsa, por su grandiosidad de tamaño y perfección
de ejecución, es la Urna de Santo Domingo de Silos. Elaborada en
el ámbito del taller silense se hizo para alojar el cuerpo del
santo. Se trata de un frontal de la urna que se conserva en el
museo de Burgos, presidido por una soberbia Maiestas Domini
rodeada de los signos de los cuatro evangelistas, a los que
acompañan los apóstoles cobijados bajo arcos de medio punto, que
son coronados por tejadillos calados en el cobre dorado. La
perfección de la obra, que se fecha de 1160 a 1170, es la
culminación del taller de Silos. Se verán aquí sus
características específicas como son: una escasa gama cromática a
base de combinación de distintos tonos de verde y azul con rojos
y blancos. Sobresale el hecho de que las cabezas no se realizan
en esmalte plano, sino en piezas de cobre con alto relieve, lo
que hace cobrar más vida plástica a toda la larga extensión de la
pieza.
Imposible detallar la extensa colección de piezas existentes, sus
variaciones y diferencias. Se trata de dejar constancia de la
existencia de uno de los principales elementos de las artes
suntuarias, de las que la Iglesia casi agota en sus
posibilidades, pero que atrajo hacia sí como fundamento principal
de los tesoros de las catedrales, canónicas y monasterios.