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34. MONSTRUOS Y ANIMALES © FRANCISCO JAVIER OCAÑA EIROA |
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El Arte Románico logró en las figuras de sus esculturas hermosas representaciones humanas, pero no lo fueron menos las animales y fantásticas.
Prescindiendo de las primeras, el mundo románico alcanzó metas de gran altura en la talla de monstruos y animales. No significaba, ni ahora ni entonces, lo mismo monstruo que animal.
El monstruo pertenece al mundo fantástico, alejado de la realidad presente, de la fauna del planeta y separado de ella en sus representaciones básicas. Era una figura fabulosa con ciertos elementos animales, con alguna semejanza a la fauna real. Vendría a completar la Creación en los modelos laicos y cristianos, pero en clave de error y fabulación. Constituía un mundo paralelo, desconocido e inducido desde la antigüedad clásica.
El animal representaba la realidad, la actualidad de la fauna existente, lo táctil, visual y empírico. Respondía al conocimiento práctico de lo próximo sin necesidad de reconocer más que los caracteres de las respectivas especies. Era el Arca de Noé como representación de lo genérico, de lo común.
Ambos conceptos y formas no se oponían radicalmente en el mundo medieval, sino que se completaban en una totalidad compuesta de seres reales e irreales, como algunos Padres de la antigüedad habían asegurado. Todo vendría a formar parte de la Creación. Los animales como virtud y desarrollo de lo divino, y los monstruos como defecto de esa misma realidad presente.
La utilidad del monstruo era mostrar los factores más insospechados y a la vez esclarecedores del ambiente por medio de la distorsión de sus formas, readaptar lo sobrenatural como actividad intelectual y de clasificación de la naturaleza animal, confrontar lo conocido y lo imaginario.
Fue muy efectiva su puesta en escena, porque la mediatizada sociedad medieval aceptaba lo prodigioso y sobrenatural como solución complementaria de lo real. Una realidad imperfecta por los pecados y licencias de los hombres que habían trastocado las órdenes divinas, por lo que tuvieron que ser desalojados del Paraíso terrenal, donde todos los animales estaban a su servicio en un orden perfectamente inteligible y sin ningún tipo de dualidad monstruosa.
![]() Grifos. Portada de la iglesia de Revilla de Santullán, Palencia. |
Los monstruos y los animales estaban mezclados en la literatura de la época, en los bestiarios, que eran el vademécum representativo de todo lo existente. Pero esos mismos libros procedían de la antigüedad clásica, idealizados como bien cultural irrefutable, terreno de búsqueda de las formas literarias y plásticas medievales.
La Edad Media, no segura de su propia cultura ni de su propia fauna, adoptó los modelos literarios antiguos como válidos en todas sus expresiones, del mismo modo que certificaba las verdades evangélicas y aceptaba los lugares comunes recurrentes del clasicismo.
Fue así como la escultura del Arte Románico representó lo real y lo fantástico sin una línea divisoria de lo verdadero y lo falso. Al lado de hermosos ciervos, aparecían sus hermanos con alas. Los feroces leones veían transformada parte de su anatomía cambiando su cabeza por la de un águila con alas, como sucedía con los grifos, animal que acompañamos en la representación fotográfica. Las aves compartían el cuerpo con una cabeza de mujer transformándose en sirenas aladas, como trasunto del más rancio mundo griego. Los centauros, los basiliscos, los dragones, se agolpaban al lado de la fauna real de liebres, águilas, y todo tipo de animales domésticos.
Pero no había nada gratuito en su exhibición, pues sus virtudes y sus defectos estaban al servicio del dogma, de la doctrina cristiana en su más pura función de pedagogía teológica, como aparecía relatado en las definiciones que de ellos se ofrecían en los bestiarios. No existía interpretación libre de los monstruos y animales. Todo estaba codificado desde las estructuras eclesiásticas, de modo que no se les escapara la posibilidad de influencia y dominación, no sólo de las gentes sino de la propia Creación.
Toda esta pedagogía monstruoso y animalística ya había sido apoyada por San Agustín que opinaba que las imágenes debían servir para hacer variar las conductas. Era la adecuación de las formas al medio, porque cada monstruo o animal generaba su propio discurso que debería provocar las adecuadas reacciones en quien lo interpretara, aceptando como síntesis, según el santo, que “enseñar es una necesidad, deleitar un encanto y persuadir una victoria”. San Bernardo vendría a romper, con su discurso teológico, la presencia del monstruo en la estatuaria románica con la disquisición de aceptar solamente lo real, que era el Evangelio, y romper con lo irreal, el mundo monstruoso y animal.
Pero antes de llegar a esa tendencia restrictiva las paredes de las iglesias y los capiteles de los claustros se habían llenado de monstruos y animales en una convivencia difícil de comprender si atendemos a la radical diferencia de los dos mundos, que sólo sirvieron para aglutinar la pedagogía cristiana con intención de no perder el pasado y dominar el futuro por medio de adaptaciones y readaptaciones de las herencias clásicas.