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25. EL CLAUSTRO I © FRANCISCO JAVIER OCAÑA EIROA |
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El Arte Románico no fue el inventor de las estancias claustrales porque ya era arquitectura conocida en los nártex de las basílicas paleocristianas, pero sí el que logró la plenitud de esas estructuras, tanto arqueológicas como simbólicas.
El claustro constituía la representación del Paraíso. Así lo había comprendido San Bernardo cuando lo denominaba en su Sermón De Diversis como " Vere Claustrum Est Paradisus ..." (Verdaderamente el claustro es un Paraíso ). También San Isidoro aludía a él como la representación paradisíaca por excelencia " ...el Paraíso es un lugar situado en tierras orientales. Paraíso traducido del griego al latín significa jardín, en lengua hebrea se denomina Edén, que quiere decir delicias, de ahí el jardín de las delicias ...".
El claustro es por consiguiente el símbolo de un paraíso reconstruido en el centro de la clausura monacal, donde todo debe ser un mundo ordenado y armónico que haga referencia a la labor a la que está destinado: la búsqueda de la perfección de los seres que en él habitan y desarrollan su vida diaria de servicio, de reflexión.
Está constituido físicamente por cuatro crujías, pandas o alas que forman una estructura cuadrada pegada al muro sur de la iglesia. Aunque haya salvedades a esta disposición sólo serán excepciones a la regla. Esas pandas están abiertas al exterior por arcadas que alojan capiteles con escultura de gran valor, por lo que ambas formaciones, la escultórica y la arquitectónica, logran uno de los conjuntos más bellos de la planimetría general de los monasterios.
Como estructura de planta cuadrada ya aparecía en los Beatos. En el de Burgo de Osma (1086) y en el de Fernando y Sancha (1047) recuerdan a la Jerusalén Celeste del Apocalipsis de San Juan, donde se dice "...El ángel me mostró la ciudad, Jerusalén ... la ciudad es cuadrada... ".
El claustro es realizado como cuadrado, pero interpretado a semejanza de la ciudad de Dios con los cuatro ríos evangélicos: el Tigris, el Éufrates, el Pisón y el Guijón, con sus cuatro fuentes que son la representación simbólica de los evangelios, de las cuatro virtudes cardinales, de los cuatro elementos de la creación, de los cuatro puntos cardinales.
En el monasterio el claustro es el corazón de la casa, desde donde se accede a las distintas dependencias del edificio. Pero también es el lugar de las reuniones, el lugar común de la vida cenobítica y solitaria, el sitio que ofrece mejores condiciones para la reflexión serena y tranquila. En él se desarrollaba la meditación de los textos divinos, la verdad revelada que había de llevar a los monjes por el sendero adecuado hasta la ciudad santa, en una caravana donde unos ya habrían llegado a la meta mientras que otros todavía debían esperar en la fila.
En el recogimiento del claustro el monje sostenía, alimentaba y fortalecía el alma para adentrarse en los profundos mundos de la meditación, de la ascesis o búsqueda de la perfección que tenía que realizar individualmente, pero en compañía de la comunidad en la que se había insertado para llegar todos al mismo punto y volver a construir allí el monasterio celeste que todos deseaban después de haber atravesado las dificultades de la vida terrenal.
![]() Claustro del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos, Burgos |
Consecuentemente era un lugar cerrado, de clausura, como advertía el Canon III del Concilio de Zaragoza (691) "... ningún seglar puede penetrar, ni por su propia cuenta, ni tan siquiera con permiso de los monjes o del abad ...". Es precepto que hoy no se cumple porque los tiempos han cambiado, y podemos acceder a esos recintos como visitantes, ya por curiosidad turística o en visitas personales y estancias privadas.
Era por consiguiente un microcosmos sacralizado y armónico, la Casa de la sabiduría cristiana, donde convivía una comunidad de hombres o mujeres con el objetivo de practicar la virtud, que era el fin supremo para conseguir el acceso a la Jerusalén Celeste a la que tanto nos hemos referido en este artículo. Allí se encaminaba el monje, en la regularidad del trabajo y del espíritu, a una lenta progresión hacia lo eterno después de haber renunciado a lo terreno. Todo estaba gobernado por el orden, el silencio y la paz.
No diría yo que los que visitamos y vivimos a menudo en los claustros logremos encontrar la Jerusalén Celeste, pero sí un poco más de sosiego y de paz que el que nos procura la vida moderna, porque he de confesar que creo que el tiempo en los claustros parece anularse, detenerse, adquirir una dimensión nueva ante la presencia de un pasado que parece afrentar las prisas y las intenciones del mundo actual.